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Indra - Yo apenas la conozco

miércoles, marzo 26, 2008 - - 0 Comments

Pues ustedes estan ya acostumbrados a que cada tanto en el tiempo se publiquen en este blog fragmentos de personas manifestados en obras literarias, el dia de hoy toca a una persona maravillosa a quien debo confesar le debo algunos aprendizajes y uno que otro jalon de orejas, su nombre es María iliana Díaz Anguiano , esto que les dejo a continuacion es uno de los multiples cuentos que ha escrito entre otras tantas obras en poemas e hibridos. Les dejo su espacio para que se den una vuelta y lean otras de sus obras, (http://indra64.spaces.live.com/) son libres de hacer comentarios y mas aun de apoyar y conocer producciones de talentos orgullosamente mexicanos, hay mucho... solo hay que encontrarlo.


LOS DOS PEATONES.


Iba por la calle. El paso rápido, la mirada al frente, las manos en los bolsillos del pantalón de mezclilla azul, descolorido por el uso. Sus movimientos recordaban levemente los de un perro callejero que camina seguro pero atento, mecánicamente alerta de los peligros de la ciudad. Era cualquier persona en tránsito por la banqueta, sin expresión ni detalle alguno relevante a la vista, salvo ese andar perruno y el entrecejo que fruncía y relajaba al ritmo de sus pensamientos. En su cara, en un segundo escrutinio, podía adivinarse la fuerza que la mirada tenía si los ojos se fijaban en uno. También podía verse un lunar pequeño, alargado, que por momentos se asomaba bajo un mechón en su frente. Pero así, viandante, era una sombra más, una silueta de las que se cuentan en las estadísticas: el ciudadano x, el promedio...

Estaba acostumbrado al picor del sol en el cuello, en los pómulos... su piel morena, enrojecida en esas áreas, tenía el tinte tornasolado de tantos y tantos que viven, se mueven, comen al aire libre. Su madre adoptiva, una planchadora que lo vio un día dando tumbos de hambre, perdido, con la ropa sucia y ajada pero de buena hechura, incongruente en el marco de esos andurriales, se condolió de él y se lo llevó a su casa, a vivir con los otros cinco, como uno más. Eso lo salvó de morir pronto, tal vez, y lo lanzó al bregar diario entre el chamaquerío que lavaba coches o cargaba bultos por unas monedas. De eso hacían ya más de veinticinco años... ahora era un hombre hecho y derecho, un hombre-perro-callejero que se bastaba a sí mismo y ya no tenía miedo. Hasta gozaba de cierto respeto, la gente lo saludaba en su barrio al pasar y los niños le pedían que se detuviera a echarse con ellos una cascarita, con un balón mugriento y demasiado pequeño, que milagrosamente conservaba algo de su aire luego de tantas patadas. Él sonreía un poco y sin decir nada se llevaba el balón entre los pies, unos pasos, y luego remataba lejos para ver a la turba de chicos corriendo tras él, en medio de la gritería.

Ese día había sido igual. Lo distinto fue que ahora se puso una camisa Zaga, limpia y bien planchada, salió de la colonia con su paso cansino, y se dirigió al paradero de camiones. Tomó uno que lo dejó en Insurgentes, cerca del Parque Hundido, y de ahí siguió a pie. Iba a ver lo de un trabajo, en un restaurante donde solicitaban galopines. En una esquina encontró un puesto techado donde compró sus Tigres y preguntó al encargado por la calle que buscaba. Estaba a seis cuadras más adelante, al girar en la esquina hacia la derecha. Los empleados de las oficinas parecían comenzar a salir; de pronto la calle se llenó de actividad y corrillos de personas que iban y venían en todas direcciones. El ruido de voces aumentó y rápidamente se hicieron distinguibles las consignas que gritaba un grupo de manifestantes que se apoderó del arroyo vehicular, alzando pancartas y provocando un caos entre los automovilistas. Después de observarlos un momento, con actitud indiferente pidió lumbre en el puesto y con el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos retomó su rumbo con la misma expresión neutra, entornados los ojos bajo la luz del mediodía.

***

Iba por la calle. El paso rápido, la mirada al frente. Era cualquier persona en tránsito por la banqueta, sin expresión ni detalle alguno relevante a primera vista, salvo su paso firme y confiado y el entrecejo que fruncía y relajaba al ritmo de sus pensamientos. En su cara, en un segundo escrutinio, podía adivinarse la fuerza que la mirada tenía si los ojos se fijaban en uno. También podía verse un lunar pequeño, alargado, que por momentos se asomaba bajo un mechón en su frente. Pero así, viandante, a la mitad de la cuadra, en parte camuflado entre la gente, se perdían sus particularidades. Tampoco era tan notorio su traje fino, hecho a la medida en Zegna de Rodeo Drive, dos meses atrás, o los zapatos ingleses que relucían en sus pies a cada paso. Ni podía saberse que cinco minutos antes decidió bajarse de su auto en medio del embotellamiento, cuando calculó que llegaría más aprisa a pie que sentado detrás de su chofer, avanzando un metro de tanto en tanto. Tenía una cita importante al final de la calle. De ella dependía un negocio millonario, interesante hasta para él, que acostumbraba cerrar sus tratos con cheques de cuando menos siete cifras.

Quien pasaba cerca de él percibía su after-shave de Romeo Gigli, que le era tan característico. También él lo percibió con un cambio en la dirección del viento, y le recordó por un segundo la eficiencia de su secretario, que tomó nota de lo que urgía comprar, de pie en la entrada de la suite en Florencia, cuando él, irritado, se quejaba del necessaire que le perdieron temporalmente en el aeropuerto, donde llevaba su loción y otras cosas de cuidado personal. Iba a visitar las fábricas de un amigo que quería que le comprara la producción de seda estampada para sus talleres en aquel pueblito de costureras, de donde salían las prendas que más tarde se venderían a precios estratosféricos por todas las boutiques de su marca en América. Y sin alguno de sus elementos, el ritual diario de cuidados y afeites no surtía en su ánimo el mismo efecto, mucho menos sin su loción a la que se había apegado desde que la conoció. Menos mal que en el hotel había una tienda donde pudo reponerlo todo... pues donde estaba el contenido de ese necessaire él se sentía en casa, ya fuera en Tokio o en París...

Pasó junto a él una muchacha, tal vez una secretaria, pensó, con el cabello teñido de dorado. Recordó por un momento a su mujer, esa sirena altiva de ojos verdes y pelo de cascada rubia, la rubia natural por quien pasaría a casa unas horas más tarde, para llevarla a cenar a Pied de Couchon y luego a bailar a algún lugar como El Club de Bosques. Recordó el día en que la conoció, en ese viaje a los Alpes en la temporada de esquí, cuando su melena rubia se mecía libre al ritmo de sus movimientos mientras descendían por la ladera, muy cerca el uno del otro. Recordó el hechizo de esos ojos verdes debajo de la banda de chashmere que le protegía las orejas y parte del rostro del frío inclemente, y recordó también el rosa intenso de sus mejillas y de la punta de su nariz. Era encantadora… Desde que la vio, aquella mañana, sabía que ella sería su esposa.

Suspiró. Qué lejos estaba de su mundo blanco y marfil, de su gente bonita de dientes parejos y brazos dorados por el sol que baña las canchas de tenis en las mañanas... Ahora, en medio del tumulto y el vocerío de los manifestantes y los oficinistas adelantándosele, rezagándosele o caminando en dirección opuesta a la suya, pensaba en todo esto mientras veía sin ver las filas intermitentes que serpenteaban sorteando las roturas de la banqueta.

***

Con su Tigre entre los labios, caminó la siguiente cuadra alejándose un poco del paso de la multitud. Faltaban dos calles para dar vuelta a la derecha y encontrar la entrada de servicio del restaurante sobre la acera de enfrente. Tenía calor y una sed incómoda comenzó a secarle más cada bocanada que aspiraba de su cigarro. Pensó en hacer su solicitud en el menor tiempo posible y regresar a buscar un refresco en el mismo estanquillo donde se había detenido a su llegada. El sol caía a plomo y sus párpados comenzaron a pesar un poco. Ya casi llego, se dijo, al tiempo de alzar la vista para cruzar con el verde del semáforo de peatones. De pronto un hombre que subía a la acera por el otro extremo de la cuadra logró llamar su atención. Sus ojos se encontraron así, de lejos, y en los del hombre le pareció ver la más familiar de las miradas, la suya propia…

***

No tenía ya mucho tiempo. Apretó el paso para ahorrarse dos minutos, esperando llegar menos tarde a su cita. Sintió el sol a plomo en los hombros de su saco y distraídamente se abrió el botón para dejar que entrara un poco el aire por sus costados. Tenía calor y una sed incómoda comenzó a secarle el aliento de menta de su enjuague bucal. Pensó en pedir una de las botellas heladas de Evian con que sabía que lo esperaban en la oficina donde tendría la reunión. Ya casi llego, se dijo, al notar que faltaban sólo tres puertas para la del edificio que buscaba. El grupo de manifestantes se hacía más numeroso de nuevo a veinte metros de él, pero al frente, a cierta distancia de los demás, un hombre que alcanzaba el otro extremo de la cuadra logró llamar su atención. Sus ojos se encontraron así, de lejos, y en los del hombre le pareció ver la más familiar de las miradas, la suya propia…


***

El tiempo transcurrió, ordinario, para que dos caminos se cruzaran como tantas veces, en tantos lugares, sucede todos los días. Diez segundos, doce, que serían diez años o doce siglos en el destino particular de cada quien. Diez o doce segundos que serían un instante infinitesimal en el conteo del tiempo del universo. Diez segundos, doce, que serían diez o doce impresiones casi imperceptibles en uno y otro cerebro, en recónditos espacios de la memoria o del instinto.

...Zegna hacia adentro del edificio, Zaga hacia la derecha en la esquina un momento después. Ambos a un tiempo, no lo sabrían, ladearon la cabeza y compartieron un gesto de sus bocas, bajando un poco las comisuras, tan discretamente como subieron sus hombros en señal de olvido indolente. Y ambos a un tiempo, tampoco lo sabrían, comenzaron a sentir un vacío en el estómago, un desamparo de niño asustado y una tristeza difusa e inexplicable, como quien recuerda haber soltado una mano querida mientras caía a un precipicio, una noche, en un sueño.

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