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Érase una vez un mundo de este lado del mar, donde los viejos mecían en sus siestas sueños de valor y honestidad, abrazaban la utopía de la libertad y la justicia verdaderas, creían, aún creían. ¿En qué momento sus hijos y sus nietos dejamos de creer?- se preguntaban algunos tristes.
Y érase otra vez el mismo mundo, en que la gente salía sin ropas a la calle exigiendo libertad para quitar la libertad de ser a sus propios hijos, después de haber gritado a ronco pecho en defensa del derecho a la vida de los niños muertos en la guerra.
Érase una vez un mundo en que se hacía la guerra para prevenir guerras y se repartía la muerte a domicilio en nombre de la vida.
Érase una vez un mundo que clamaba por libertad mientras le negaba a un hombre el derecho de decir: "estoy desesperado".
Érase una vez en que los superhéroes pasaron de moda, que defender los principios de los padres de nuestros padres se volvió la variedad, un fenómeno chistoso, una muestra de museo... y nuestros viejos fueron muriendo uno a uno de tristeza, como pájaros sin árbol y sin cielo.
Érase una vez un mundo que empezó a apestar a miseria como nunca, arrancándole las ganas de vivir a los que todavía guardaban esperanzas. Un mundo que no era de los valientes ni de los honestos como soñaban los ancianos en sus siestas... Un mundo donde hasta los besos maternos inspiraban desconfianza...
Y érase una vez en que ese mismo mundo apestoso de inmundicias tuvo todavía el desparpajo de preguntarse por qué se suicidaban los adolescentes y los jóvenes escribían "me quiero morir".
Y hubo una vez, ya hace tiempo de eso, que los otros hombres y mujeres oyeron nuevamente la canción de los niños y comenzaron a cambiar... un poco.