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Crisálida.

jueves, octubre 23, 2008 - - 0 Comments


La tarde gris y lluviosa dio paso a una noche fría y húmeda, caldeada por la risa y la conversación de los amigos, que llegaron de improviso a formar una reunión divertida e inesperada. Se habló de poesía, de escritores, viajes y mitología, mientras mi niño dibujaba en papeles desordenados su versión de la Odisea en caricaturas y mi niña compartía la reunión y comentarios de los “mayores”, ese trío de adolescentes entrados en años que formábamos mis amigos y yo, con cara atenta y deslumbrada. No querían retirarse, madre y amigos los teníamos animados con temas bizarros pescados al azar. Café y té de flores rojas, la luz tenue de las lámparas que hacían las sombras difusas, saltando de aquí para allá en un intento de corresponder a los saltos y contorsiones con que acompañaba sus discursos el más loco de mis amigos. Sidharta y Starbuck´s, Girondo, Salinas, Pigmallion y Galatea, madrileños, físico culturismo, cineastas y actores, Cuernavaca, artesanías, Freud, los troveros, la mención de conocidos… tuvieron su paso sin transición y se empalmaron a veces en la plática lunática de esa noche.

Hacía frío, era tarde ya, los ojos rojos delataban el desvelo y el cansancio de una noche de viernes que tocaba a su fin. Más ligero el ánimo y más pesados los párpados, me dirigí a la reja a despedir a las visitas y en eso estábamos cuando un grito aterrado y desgarrador rompió la calma de la noche mojada, seguido por otros tres, diez, muchos gritos que nos hicieron correr de nuevo al interior de la casa. Mi hija corría escaleras abajo chillando que había extraños seres en la alfombra de su cuarto. No tenía cara de broma, estaba pálida y desencajada. Mis amigos ofrecieron esperar mientras yo subía a zancadas a ver qué eran esos anunciados engendros poblando el piso del cuarto rosa.

“¡No sé qué son, mamá! ¡Parecen pétalos pero tienen patas! ¡Mátalos, mamá! ¡Quítalos de ahí!” –gritaba mi hija, temblando de miedo y escalofríos. Yo me adelanté sola a mirar a donde ella señalaba, mientras ella y su hermano esperaban retorciéndose las manos, miedosos y asqueados en el umbral de la recámara. Pasé la cama y miré.

En efecto, un montón de seres yacían tirados ahí, algunos moviéndose ligeramente, otros inertes como pétalos deshojados de alguna flor extraterrestre. Me incliné y acerqué todo lo que mi asco y mi repulsión me permitieron y pude apreciarlos mejor. Eran insectos con alas, pegadas aún una a otra, como recién salidos de sus crisálidas. Los cuerpos de un marrón claro eran diminutos en comparación a las enormes alas largas, que brillaban a la luz de la lámpara del buró. Había cincuenta o sesenta de esas extrañas criaturas, esparcidas a todo lo largo del costado de la cama, sobre la cual movían un poco sus alas dos o tres más de ellas. Parecía como si la mano de un dios mitológico los hubiera aventado ahí, en el interior de una habitación cerrada.

Intentando disimular mi turbación, dije frases que apaciguaran a los niños y bajé con calma la escalera para informar a mis amigos, que esperaban noticias mirándome fijamente. No tenía explicación para la presencia de los insectos, no sabía qué eran ni de dónde habían salido pero despedí a mis amigos asegurándoles que fueran lo que fueran parecían inofensivos y me encargaría de removerlos en un momento. Rechacé sus ofertas de ayuda. Alguien mencionó algo de la biodiversidad mexicana, alguien más algo de seres buenos traídos por las historias de esa noche. Mi hija asentía sonriendo e intentando calmarse, mientras mi hijo me decía: “Mamá, ¡yo escuché un grito antes de los de mi hermana!” Y yo hacía esfuerzos para no desatender el circo de tres pistas en el que me encontraba, despidiendo a mis huéspedes, hablando a los niños con tranquilidad y pensando en dónde demonios estaría el bote de insecticida.

Tras cerrar la puerta principal, los tres corrimos a la cocina a hurgar en los estantes pero nada, no había bote que salvara la situación. Entonces se me ocurrió ir deprisa al sitio bajo la escalera donde guardamos la aspiradora, y para probar a los niños que no hay situaciones que no se puedan arreglar, y para hacerlos partícipes del remedio, di a uno la manguera, a otra el recipiente que se llena de agua y cargué con el aparato escalones arriba. Entré de nuevo sola a la recámara mientras ellos esperaban atentos en el umbral. Armé el aparato, lo encendí y antes de succionar al primer bicho me detuve a mirar otra vez. Estaban más o menos como antes, casi todos inertes con las alas mojadas, alguno moviéndose tímidamente, amenazando con echar a volar, y entonces sin dudarlo comencé mi tarea, intentando no prestar atención al ruido del choque de esos cuerpos en el interior de la manguera.

Uno a uno los quité, imaginando cómo se despedazarían en el tanque de agua que se revolvía con el motor de la aspiradora. Al ir despejándose el área, mi corazón fue recobrando su ritmo normal. “No seas tonta, caramba. No son nada del otro mundo, son algo así como moscos que seguramente nacieron de la humedad en la pared carcomida. Súper mamá al rescate, no dejes ni uno, y mientras comenta cosas coherentes de cómo pudieron llegar aquí, para que los niños te escuchen y puedan dormir tranquilos”, pensaba, sin poder quitarme la impresión de que eso era lo más irreal que me había sucedido en la casa.

Casi había terminado, quedaba uno escondido en un pliegue de la colcha y lo succioné mirando cómo entraban primero sus grandes alas como de pétalo de margarita, y luego su cuerpo y sus patas inmóviles e indefensas pero asquerosas. Luego moví la cortina y descubrí a otro de ellos parado ahí, ya seco y desplegado, y después otros muchos inertes entre el buró y la pared. El aparato se los comió a todos y por un momento miré el agua que giraba llena de pequeños cadáveres blancos. Finalmente revisé por todos lados para cerciorarme de que se habían acabado y hecho esto apagué el aparato y salí, aún hablando de lo raro pero natural del suceso, después de todo -decía-, la vida se abre paso a empujones de las formas más inusitadas.

Una hora después, ya en mi cama, me dormí de inmediato por el cansancio acumulado pero mi sueño no fue tranquilo. Hoy me di cuenta de que di muchas vueltas dentro de las cobijas, desperté sudando y agitada. Entonces lo recordé con horror, tuve pesadillas espantosas. Soñé con quejidos y lamentos, vocecitas diminutas que acusaban la agonía de los ahogados. Soñé que toda la noche había estado asesinando hadas.


Por: Iliana.



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